Quién me va a decir a mí, si debo o no debo llevar casco. La libertad, esa tan nombrada y poco entendida palabra. Periódicamente y con demasiada asiduidad vemos aparecer adalides de la libertad pidiendo que se pueda correr tanto como nos permita el coche, que las normas son para meternos en vereda, que dos copas no tienen importancia, que quién me puede obligar a llevar cinturón en mi coche…
Es muy loable que nos preocupemos por que las chicas no se despeinen, que no sudemos, que es mejor vivir en los mundos de yupi donde impere la armonía y el buen rollo. Aunque, por nuestra labor de ayuda a víctimas, podemos garantizar que si alguien se abre la cabeza y se queda con daño cerebral o muere, eso dejará de tener importancia. Es un mensaje, el del no al casco obligatorio en ciudad, que nace desde una ortodoxia bastante alejada de la realidad. Todos queremos que no haya guerras, ni contaminación, ciudades menos contaminantes y pacíficas, lo sabré yo que me desplazo en una silla de ruedas y sé cómo me las veo.